Mala de la cabeza

El reloj marca las 8:50, las calles hace una hora fluyen estrepitosamente. Los edificios quietos resisten al sol. Aquí dentro, mientras en el casino la fila aguarda para tomar desayuno, en la sala los cubículos demarcan nuestro pequeño espacio.

La manilla gira, la puerta besa la pared. Apareces como disparada sin saludar a nadie, tiras el bolso sobre el escritorio, caminas hacia el puesto de la mujer robot. Nos sentimos mal por tu cara.

Como si no bastara con que te odiáramos, te dices todo el día que eres una vaca y que tu marido no te da bola. Yo no sé qué responder a eso.

Al caer la noche, luego de doce o más horas de trabajo, nos cuentas asuntos personales o sobre muebles y porteros. Creo que es aburrido. Te amarras al cuello un pañuelo y te pintas de rojo los labios.

Tus labios rojos, los recuerdo de una vez que llevaste plantas a mi casa, de esas que nunca florecen, como para fingir encanto. Mirando la planta, vi los surcos que tienes en los ojos, parecen estarse produciendo hace siglos con las inclemencias del tiempo. La planta se marchitó, pero la conservé pensando que estaba triste.

Cuando me encuentro contigo, recuerdo la planta, sobre todo porque es otoño.

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