Seguir las instrucciones
“Volveremos a vernos
En el mar, en la tierra donde sea.”
Hasta Luego, Nicanor Parra.
Me dijeron que fuera con el carné y el resto de
los papeles que mi mamá había alcanzado a reunir. El calor quemante de la calle
se transformó en un aire acondicionado gélido. Bajamos la escalera hacia el
zócalo, y la señal del celular desaparecía en el comienzo de este pasillo
largo, de colores rosa y blanco, iluminado con la luz de tubos fluorescentes.
Al fondo aparecían las siluetas de gente que
conversaba de pie y alguien limpiaba el piso. Caminamos por varios kilómetros en
silencio por el piso blanco vinílico. Llegamos hasta el pasillo por donde sin
explicación se colaba un poco el sol y por dónde podías salir a un patio de asfalto
que parecía estar en llamas. Frente a una puerta, tocamos el timbre.
Nadie respondió pero la puerta estaba
entreabierta, así que la empujé y se arrastró en el piso con un gran chirrido.
Grité Aló, varias veces. Sólo oíamos voces al otro lado de una puerta de gran
tamaño. Las sillas de la sala de espera estaban gastadas, en una mesa de centro
había un par de revistas viejas y aburridas cubiertas de polvo.
Toqué el timbre incontables veces hasta que por
fin apareció alguien, que encendió la luz de la sala que estaba casi vacía y
sin nada en sus paredes grises.
El encargado se sobó las manos antes de abrir
un libro escrito a mano. Me dijo "¿Trajo el carné?". Lo busqué en el
desorden de mi cartera y se lo pasé. "William Eustaquio Villalobos
Mendoza", leyó. Sí, respondí, es él. Caminó hasta una de esas enormes puertas,
la abrió y encendió la luz que bañó con tonos verdes las incontables mesas en
su interior. Entró a buscar la nuestra y la empujó con dificultad hacia la sala
de espera.
Puso la mesa en el medio de la sala y descubrió
el torso del cuerpo inerte de mi abuelo. Tiene que reconocerlo, dijo.
Hubo un pestañear de luces y la tierra cambió
su eje sin ruidos. El piso se ladeó hacia la izquierda, mientras todo lo demás
seguía en su lugar. Sí, es él, respondí. Mi madre se acercó y besó la frente de
mi abuelo y empezó a llorar. Yo le tomé la mano, que todavía no estaba tan
rígida.
La puerta de la otra sala seguía abierta y
algunas mesas mostraban pies desnudos sin etiquetar.
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