EL CLUB


Las torres de Bilbao son un panal. Es un coral en un mar oscuro.
Me pregunté siempre cuántas personas podían vivir en esos pasillos. Incontables puertas que al cerrarse sonaban profundo multiplicado por los cinco pasillos que formaban la estrella de su estructura. Allí consiguió él un lugar donde vivir. Es un lugar al que nunca quisiera volver.

Gastamos las horas antes y después del trabajo, algunas horas del fin de semana, cuando el roomate no estaba. Recuerdo que se llevó los muebles viejos desde la casa de su padre, en especial la cama y el escritorio que ocupaba gran parte de la habitación. Era una cama de mil años con colchón de espuma. Algunas frazadas de lana y un cobertor rojos deshilachado que heredó de su mamá.

Lo pasé bien en esa cama. Con la ventana abierta, el viento soplaba en el piso 18. Era perfecto. Ni siquiera veías a los vecinos al tirar la basura. Sólo unas pocas veces en el ascensor, cuando venian de vuelta o cuando salían corriendo hacia el trabajo. Sólo sabías que estaban allí habitando porque por esa ventana se dejaban oir, en ocasiones, los gemidos de sus ratos íntimos.

Pero la cama, esa cama vieja fue la perdición. Le dije que arreglara más de mil veces. Pero no me hizo caso. Entonces, con pudor yo apoyaba mis manos en el respaldo para que no sonara tanto, para que se moviera menos.

Una tarde, después de tirar, nos fuimos a comprar algo de comer. Fui yo la que abrió la puerta, y me arrepiento. Allí en la alfombra de entrada había un papel doblado. Lo recogí e ingenuamente lo abrí. Miré para un lado y para el otro y cuando él salió lo llamé y le entregué el papel. "Arregla la cama. Bienvenido al club de los cacheros".

Quizás el maldito hueon que lo escribió quizo hacer una broma. Pero yo, después de leerlo y entregárselo, sentí una vergüenza y una rabía tan grandes que me puse roja primero y después me largué a llorar. Parecía una loca. Me tiré en la misma cama y lloré, lloré y lloré, con una pena tan grande que luego los sollozos salían como borbotones de agua. Él trató de consolarme algunas veces, pero era demasiado.

Él quizás no podía entender por qué me pasaba eso, quizás era una niñería que pasaba inadvertida. Pero para mí, para mí, que era la primera vez que pololeaba, era como que me arrebataran de cuajo la inocencia de revolcarse sin vergüenza, de gritar, de sentir placer sin tener que excusarse ante nadie por ello.

Fue la última vez que grité, la última. Ahora me limito a pequeños quejidos y sujetar hasta las alfombras para que nadie sepa que alguna vez pertenecí a ese maldito club.  *fin*



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